«Los árboles también lloran»: Finalista Un Mundo de Cuento
- Año: 2020;
- Colección REDEC: Defensa del Medio Ambiente;
- Etapa educativa: Infantil (3 a 6 años); Jóvenes (a partir de 16 años); Primaria (6 a 12 años); Secundaria (12 a 16 años);
Por Miranda González Martínez.
«El rumor de los árboles era mi acompañamiento favorito para pasear en otoño. Me gustaba escuchar el ritmo que se formaba mientras yo caminaba y sus hojas se encontraban. Pero aquel día nada parecía ser de mi agrado. La calle estaba más callada que la conciencia de un corazón oscuro. Las nubes grises acompañaban a la tormenta de mis mejillas y yo corriendo huía, ya sin poder escapar, de todo y de nada. De la intermitente lluvia que me había estado acechando durante los últimos días. Suspiré. Agradecía que no hubiera atisbo de presencia alguna en la acera. Sólo me acompañaban los bancos vacíos, las piedras caídas y los dulces árboles que amparaban recuerdos. Paré un momento y decidí sentarme en uno de los bancos, pues ya me dolían los pies por mi fuga; acto seguido abrí mi bolso en busca de un pañuelo para secar mis lágrimas, y me enfadé cuando vi que no había nada que pudiera frenar, de alguna manera, los ríos de mis mejillas.
«Por lo menos el viento se ha calmado, y no va a despeinarme por completo» pensé.
Cuando me disponía a secarme con las mangas de la gabardina, una hoja cayó a mi lado, me llamó la atención, pues ninguna ráfaga de viento se había dejado ver. Alcé mi cabeza para ver de dónde venía. Sobre mí había una enorme rama de uno de los árboles más antiguos de mi barrio. Era una acacia. De pequeña solía abrazarme a su tronco y saludarle cada vez que paseaba por ahí.
Cogí la hoja ocre, seca y majestuosa, parecía un consuelo. El pañuelo que me faltaba. Sonreí con tristeza y me levanté.
—Gracias. —susurré. Entonces, como si el árbol estuviera charlando conmigo, volvió a mover sus hojas, dejándome anonadada. Fruncí mi ceño y extrañada, volví a emprender el camino a casa.
La primavera llegó tan rápido que apenas pude ver la llegada de las golondrinas y a los jazmines florecer. Tenía mucho que hacer, pero intentaba ir a ver a aquel árbol de vez en cuando. Desconozco el porqué, pero me hacía sentir mejor. Era como un amigo fascinante al que observaba y admiraba. No había cambiado mucho su aspecto desde otoño, tan solo algunas hojas más desgastadas y en menor cantidad.
Un día, vi a un pequeño cachorro atado a su grueso tronco. Alguien lo había dejado ahí. Abandonado. Solo. Confundido. Perdido entre una indiferencia mucho más grande que él.
Llovía. El pequeño se tumbó debajo del árbol y este dejó caer varias hojas sobre él. Para taparle, para protegerlo de todo mal. Y le arropó con sus ramas. Después de contemplar la tierna escena llevé al perrito a un lugar seguro, aunque tampoco sabía si algún sitio era más seguro que el escudo de protección que proporcionaba aquel árbol.
Otro día, a un niño se le había quedado atrapada, en una de las ramas, una pelota de fútbol. El niño miraba el balón triste, con sus ojos azules, que brillaban como el cristal. Y sin que nada ni nadie más que el árbol lo provocara, dejó caer la pelota, a los pies del chiquillo, que se fue con una sonrisa radiante a jugar de nuevo.
Hace un par de días, una amiga vino a visitarme y me contó que hace unos años se le había perdido, uno de esos días que jugábamos al escondite toda la tarde por la calle, un cuaderno cerca de las raíces del árbol. Me dijo que abriera mis manos y sobre estas, colocó el cuaderno, un poco sucio y viejo, pero con mucha historia vivida. El árbol se lo devolvió, de la nada, cuando ella andaba junto a él ahí estaba, tendido en el suelo, esperando que su dueña lo recuperara.
Así que ayer decidí volver a visitarlo, a cuidarlo, de alguna manera, como él había estado haciendo con todos nosotros. Nos observaba, nos conocía, nos apreciaba, nos divertía y nos lloraba. Estaba fielmente ahí, haciéndonos felices.
Entonces, cuando fui, espantada, vi que un par de tipos lo estaban aprisionando. Estaban colocando unas cintas a su alrededor. Llevaban unos monos de trabajo amarillo chillón, además, en el interior de la furgoneta que parecía acompañarles se asomaban unas motosierras.
—Perdonen ¿Qué hacen? ¿Van a talar el árbol? —pregunté, asustada, ante la mirada atenta de una mujer y un hombre de mediana edad. Apenado, el varón me respondió:
—Está enfermo, desnutrido. La contaminación de este lugar ha hecho que los hongos que le alimentan se debiliten. Mañana lo talaremos. —tenía ganas de llorar, de impotencia y pena. No quería que lo alejaran de mi lado. Ese árbol siempre había estado ahí, me había visto crecer.
Cuando anocheció y el frío se levantó, le tapé con una chaqueta atada a su tronco y solté unas cuantas lágrimas sobre su tierra. Una hoja cayó en mi mano, como unos meses atrás en el banco, otra vez actuando de consuelo. Le pregunté si podía hacer algo para curarle, para invertir la situación. Movió sus hojas de un lado a otro, negando y me despedí de él. Le prometí que cuidaría a los árboles tanto como ellos se preocupaban por mí. Al día siguiente lo talaron.
Porque los árboles nos observan.Nos protegen.Nos quieren.Nos sufren. Y aún así intentan mantenerse ahí.Igual que nosotros. Porque los árboles también lloran. ¿Vamos a ser su pañuelo o su perdición?»
*Ilustración de Teresa Martín.